Un nuevo escándalo sacude al Gobierno por presuntos malos manejos en la Unidad para las Víctimas, entidad clave que administra un presupuesto cercano a 4,5 billones de pesos para atender a más de 10 millones de afectados por el conflicto. Denuncias públicas y testimonios internos hablan de una captura política de la entidad, con nombramientos, contratos y decisiones que —según los señalamientos— habrían favorecido a un clan de Santander. En ese entramado se ubica al senador Gustavo Moreno como figura influyente, y al director Adith Romero como quien habría movido fichas claves dentro de la Unidad.
El panorama descrito por denunciantes incluye designaciones de confianza con origen en Santander, aumentos de honorarios sin explicación suficiente, y roles duplicados en áreas estratégicas. También se mencionan presuntos sobrecostos en compras, eventos y actividades comunitarias, con órdenes de pago cuestionadas por su pertinencia o precio. A esto se suman quejas de ambiente laboral deteriorado, presiones para “alinearse” con intereses políticos, revisión de perfiles en redes sociales y supuestas represalias contra quienes se oponen.
Otro punto sensible es la baja ejecución de metas misionales frente al volumen de recursos: hay alertas sobre rezagosen transferencias y cumplimientos por debajo de lo esperado en programas de reparación, mientras crece el número de contratistas. Voces internas sostienen que se prioriza “gastar rápido” sin planeación suficiente, lo que podría abrir la puerta a errores, improvisaciones o irregularidades.
Las afirmaciones más graves apuntan a que parte de la operación estaría politizada con miras a las elecciones de 2026: traslados de “fichas”, promesas de apoyo electoral y preguntas sobre votos a contratistas. En paralelo, se cuestiona la idoneidad de algunos directivos, incluido el propio director Adith Romero, por su experiencia previa y por el controlque se le atribuye al círculo político que lo respalda.
¿Qué debería pasar ahora? Primero, aclarar los hechos con auditorías completas y públicas sobre contratación, nombramientos, compras y ejecución; segundo, blindar la entidad con reglas de mérito, perfiles exigentes y control previo de calidad del gasto; tercero, garantizar protección a denunciantes y la no retaliación; cuarto, coordinar a los órganos de control para que, de ser el caso, avancen en vías penales, disciplinarias y fiscales. Con víctimas esperando verdad, reparación y garantías, la Unidad no puede convertirse en un fortín burocrático ni en caja menor de intereses políticos.
La responsabilidad institucional es indeclinable: si hubo fallas o irregularidades, deben corregirse, sancionarse y prevenirse. Si no, la promesa de poner a las víctimas en el centro se quedará en el papel. El caso pone bajo la lupa al senador Gustavo Moreno, al director Adith Romero y a quienes hayan tenido injerencia en decisiones que comprometen recursos, dignidad y derechos de las víctimas.


